El pequeño Tchaikovski entró en la casa de la mejor manera que puede hacerlo una rata: enjaulada y limpia, entre vítores. Cediendo los papás al capricho de una niña de seis años.
Ya sabemos cómo son los niños, creen que esas ratas albinas de laboratorio son primas hermanas de la ratita presumida. Y quizá sí, alguna de ellas, una de cada mil –por ejemplo-, guarde un parentesco, pero muy, muy lejano.
Así, Tchaikovski vivía feliz en su jaula: comida, carantoñas y alojamiento gratis; sobretodo, lejos del laboratorio en el que sus ojitos rojos vieron la luz fluorescente por vez primera y en donde a sus congéneres les hacían todo un elenco de barrabasadas. La familia le parecía simpática y el trigal dorado que se dibujaba tras el cristal de la ventana, un paisaje reconfortante.
Pero, con el tiempo, siempre sucede lo mismo: un animal enjaulado pierde toda la gracia.
Por eso Tchaikovski se afanaba en crear nuevos números, más espectaculares, que captasen la atención de la pequeña Sandra y también del resto de la familia, que ya apenas le hacía caso. El hambre que provoca el olvido aguzó su ingenio malabar: se columpiaba del techo de la jaula anudando la cola y abriendo las patitas; saltaba de una esquina a otra dando tres volteretas mortales en el aire; hacía el pino-puente…
En una de estas, ensayando de madrugada, Tchaikovski empotró su hocico contra los barrotes. Cayó girando como una peonza.
Cuando amaneció, vio desde el suelo de la jaula como la mamá de Sandra le observaba con cara de asco.
A Tchaikovski le ha salido un bulto repugnante en el ojo, debe haber cogido una enfermedad infecciosa. Hay que deshacerse de este bicho antes de que vuelvan los niños del colegio.
El padre cogió la jaula y la sacó a la calle. Tchaikovski estuvo zarandeándose un buen rato allí dentro, como una cáscara de nuez en medio del mar enrejado. Media hora después, la mano peluda del padre abrió la puertezuela de alambre. Tchaikovski salió por ella, disparado, sin saber muy bien por qué, a la inmensidad del trigal dorado.
Lo siento, pequeño.Dos semana más tarde, ya en la época de la cosecha, aparecieron ratones en el granero de la casa. Así que, entre la paja, el padre colocó trampillas con cebos de queso fresco y membrillo con nueces. Fueron muchos los roedores que quedaron tiesos sin rozar si quiera el alimento.
Una mañana, recolectando las victimas, el padre encontró al pequeño Tchaikovski preso en una de las trampillas y ya sin aliento: gordo, un poco sucio y sin aquel horrible bulto en el ojo.
Había vuelto a casa.