Todo eso era (Y tres años en el canódromo)
Había que vivir las vidas y, cada vez que empezaba una nueva, la anterior estallaba en la garganta: los recuerdos sacudían el corazón como si fuera bicoca, hasta dejarlo tumefacto en su cárcel torácica, y las palabras arañaban la gelatina de las corneas como anzuelos incandescentes.
¿Te apetece andar?
Qué.
Dar una vuelta.
¿Ahora, tan tarde?
Aunque sea a la manzana.
Hace frío.
Bueno.
La miró con detenimiento y la certeza de que ella no levantaría la vista; parecía hipnotizada por las migas de pan rebotando en la superficie de la mesa. Ese olor a colonia dulce. Masticaba a cámara lenta, ausente, de vez en cuando se acariciaba los labios con las yemas de los dedos: un mimo de parque dando de comer a las palomas. Pensó que la imagen fragmentada de ese gesto gacho se quedaría estancada en los pulmones, entrecortándole la respiración para siempre. Alguien en la otra mesa dijo algo y la tristeza le presionó los pómulos con un gesto invisible de caricia homicida. Había aprendido a apretar la boca para no llorar, para ser un hombre entre otros hombres que no lloraban.
Sabe que la cogió del hombro, que le dio dos besos.
Miraba al suelo, porque mirar al suelo se había convertido en costumbre de su vergüenza ante el mundo, ante Dios, ante sí mismo. Una columna retorcida, los pezones caidos: la ley de la gravedad batiendo sus alas de zopilote. Hay que ser un hombre. Tirar hacia delante.
Aunque sea a la manzana.
Claro.
Todo eso era amor.