Un cuento para la entrada 900
LA MÁQUINA DE RETRATAR
Aquella mañana de julio, el pequeño Juan Andrés subió la calle Rivas corriendo, empujado por una emoción desbordada. Le brillaban los ojos y agitaba los brazos flaquitos, caídos y largos como remos; los pantalones cortos de tergal al viento, tirantes sobre el torso desnudo y maltrechas las suelas de las sandalias. Cruzó el patio de arena espantando a las gallinas, dejando a su paso una tormenta de polvo renegrido, plumas y cacareos estridentes. Se detuvo apenas un instante frente al portón de madera, para coger aire, para tragar saliva y empujó despacito, con ambas manos. Observó en silencio, como si se tratase de un ritual sagrado, la imagen a contraluz de su madre en la cocina preparando un plato de olla.
El pequeño se iba a enfrentar a una situación extraña: no sabía pedir; conocía la pobreza de sus padres. La certeza de aquella carga era algo interior y extemporáneo; como el pecado original, estaba allí desde el principio de los tiempos y formaba parte de su temperamento: él era pobre. Tampoco tenía hermanos. Por eso disfrutaba los días correteando por el pueblo y jugando con otros niños, o se distraía leyendo – leía todo lo que caía en sus manos: tebeos prestados o papeles que encontraba por el suelo, propaganda o folletos de la parroquia. A veces, el abuelo en sus visitas le regalaba un cuento y, eso sólo, le hacía el niño más feliz de Altura.
Se acercó de un respingo a su madre, le dio –como siempre que llegaba a casa-un beso en la mejilla:
- ¡Uy, qué pronto que has venido Juan Andrés! Anda, ves a jugar hasta que termine la comida.
- ¡Madre, madre, en la feria vendían una máquina de retratar! – exclamó agitado el pequeño “Garrofín”, tirando de la falda de su madre.
- Pero chiquico, ¿no ves que no tenemos dinero?- dijo con ternura María "la Serena", su madre, mientras pelaba una papa. Además, no está el padre.
- Pero usted siempre ha querido una máquina de retratar…- en sus ojos negros de vencejo se adivinaba el quebranto de una ilusión.
- hijo… - Detuvo su tarea e hizo una mueca difícil con los labios; daría el mundo por su Juan Andrés.
- Podríamos hacer retratos de padre en el campo y de pajaricos y de usted con padre y…– su hablar se tornó en plegaria, en una letanía interminable de razonamientos.
- Pero qué dirá tu padre, veas a ver que no tenemos dinero y una máquina de retratar está muy cara – Ahora, la voz de María tenía un deje de condescendencia y su eco se abría a la posibilidad. Giró la cabeza, entornó los ojos y acarició la cabeza al rape de su hijo. Criaturica, pensaba, pobre criaturica.
- Madre, cómpremela, trabajaré con el padre en las olivas y le devolveré las perras. No he de gastar más dinero en todo el mes. Se lo juro, madre. El pequeño sollozaba, se puso de rodillas, ya suplicante.
- No jures, grandás, que es pecado. Anda y dime cuánto se vale. – las palabras de la Serena se rindieron a la ternura.
- Diez perras, madre…
María subió a la alcoba y sacó del armario ropero una vieja caja de zapatos; contó diez pesetas, más de una jornada de trabajo: mucho dinero, mucho, muchísimo sacrificio. Una máquina de retratar, pensó, nunca nos ha pedido nada. Esa era la verdad y ella tanto amaba a su hijo.
Tendió las monedas al niño con una sonrisa tensa, forzada, casi melancólica. Pa tu, Juan Andrés y ves con cuidado, anda, que sino te alisiarás. Gracias, madre. Ahora lloraba de alegría, el pequeño "Garrofín".
Besó a su madre y salió a galope de la casa perdiéndose en el horizonte de la calle. El sol de mediodía teñía de luz las fachadas de cal; los tejados crepitaban al calor de julio.
El pequeño Juan llegó exhausto al puesto de la feria, apretando con las manos los bolsillos para no perder las monedas.
- ¿Ya has vuelto con el dinero, chico? – inquirió el tendero, cruzado de brazos y recostando, un poco, la espalda en el vacío. –Mira que te he estado esperando toda la mañana.
- Tome usted. – Extendió las manos, pequeñas y huesudas de labrador.
- Aquí la tienes, chico.
El pequeño Juan atrapó la cámara como quien coge torpemente un polluelo; la acarició, se la colgó al cuello y corrió en busca de su prima sorteando las sombras que salpicaban el mercado.
- Mira, prima Finita. Madre me ha comprado una máquina de retratar. Mira, mira qué bonica es, ¿Quieres que te haga un retrato? – Lo dijo atropelladamente, entusiasmado.
Finita se compuso coqueta, expectante, mirando fijamente al objetivo de la cámara.
- Así estás muy guapa, pero no te vayas a mover, ¿eh?
El pequeño Juan Andrés pulsó el botón y fue entonces cuando se disparó aquella forma grotesca disfrazada de payaso.
-La Máquina de Retratar, J. (2003)-
8 Comments:
¡¡¡que bonito!!! Me gusta esa mueca "dificil" que hace con los labios María. Y es un final feliz!!!! Gracias! (espero que haya más finales felices eh? gracias!
¿feliz?
Ya sabes que éste me encanta. ¡¡Qué bien que por fin lo hayas publicado!!
Enhorabuena por las 900 y a por otras tantas (y después, más).
=P
¿no es feliz?.... hombre, retratos no hacía, pero sonrisas arrancaba...
Vale, vale... pues espero una con final feliz, entonces
yo iba a preguntar lo mismo a María: ¿feliz?
Bonito cuento, J.
Bueno, es que María es pura energía positiva. Y su punto de vista busca siempre lo bueno. Y que no cambie, ¿eh?
Congoja, J.
Enhorabuena. (por los 900)
Claro que tú en quince días estás ya en el millar.
¿Hace cuanto no oías la palabra millar?
jaja.
Abrazo orejil.
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