El Canodromo

Me han llamado drogadicto, han apostado que era homosexual. Pero nunca he oido decir que sea un genio.

Thursday, January 06, 2011

Malditos premios




Por Pedro de Miguel, publicado en Letras Enredadas (Ediciones Palabra, 2010)

Ya desde el colegio, el niño aprende a desconfiar de los galardones que acostumbran a repartirse por el ancho mundo. Observa, por ejemplo, que el premio al buen comportamiento recae sobre ese egoísta empollón odiado por todos los compañeros, o que las mejores notas tienen algo que ver con el pelotilleo asqueroso de algunos y algunas.
Más tarde, al crecer, comprueba que un selecto grupo de humanos acapara todas las distinciones disponibles, y comienza a sospechar que también existe una especie de mafia mafiosa en esto de los premios. Se toma la molestia de examinar los nombres de los componentes de los miles de jurados y ya se convence del todo: jurados y premiados coinciden, alternándose los papeles, en un do ut des perfecto y elegante.
En los últimos meses, sin embargo, se ha producido una preocupante quiebra en el sistema. Tras el Planeta concedido a Cela -que "todo lo envilece", según el duro juicio de Sánchez Ferlosio-, han comenzado a crecer los disidentes. En vísperas del fallo del Cervantes, García Márquez anunció que no aceptaría el premio si se lo concedían a él. Los de Els Joglars fueron más allá: rechazaron el Nacional de Teatro. Hasta la ínclita Navratilova tuvo la desfachatez de no acercarse a recoger su Príncipe de Asturias, en un desplante casi olímpico.
Los premios -ojalá- no están de moda. Puede ser el principio del fin de toda una casta de terráqueos que adornan sus currículos con ellos, que valoran la geografía de su país por la dotación que cada Ayuntamiento reserva para su concursito.
A partir de ahora asistiremos al patético espectáculo de unos Jurados persiguiendo a sus posibles galardonados, que ponen pies en polvorosa ante la desgracia que se les avecina.
Una vez más muere algo romántico: el afán del ser humano por destacar de la mediocridad mediante un reconocimiento público (y monetario). No hace falta lamentarse: esas ínfulas vanidosas son, definitivamente, una auténtica horterada.

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