El Hijo de Dios (I)
Habíamos quedado en la plaza de la Misericordia a las ocho de la tarde. Llegué demasiado pronto y llovía mucho, así que me puse a cubierto en un portal, mirando hacia la fuente, a donde tendrían que llegar Hugo y Marcos. Pero Marcos ya estaba allí, dos portales a mi derecha, en la parroquia de San Rafael. Le vi al asomarse y me vio cuando me asomaba.
Una parte de mi historia quedó apuntalada en las paredes del local del grupo Scout Rafael. Allí quedábamos Miquel, Hugo, Marcos, Esteban y yo antes de empezar nuestra vida universitaria. Los cuatro eran monitores y yo un topo que aparecía de vez en cuando para cenar, beber o charlar.
Ahora, más cerca de los treinta que de los veinticinco, aquel lugar ya no significa nada. Hace años que no nos reunimos allí y no creo que nunca más lo hagamos.
Pero ayer quedamos en la plaza de la Misericordia y Marcos y yo llegamos pronto.
Esperábamos a Hugo charlando cuando nos sacudió por la espalda una vaharada de vino y una voz estridente masculló algo ininteligible. Nos giramos: había un hombre que apenas levantaba metro y medio del suelo. Su rostro modelado en arcilla rozaba, calculé sumándole la barba rala, los cincuenta y pico años. Ojos prietos y colorados, mirada tallada a golpe de cincel; la boca, la delgada línea y el cabello, rapado a cepillo, decolorado y grasiento. Apenas tenía cuello y las orejas me parecieron diminutos trozos de carne con pendientes de aro. Sus brazos tatuados desde las muñecas, recuerdo el de una mujer desnuda que se quitaba el sujetador, eran cortos como tocones. Llevaba varias bolsas en las manos de labrador: pequeñas, roñosas y gordezuelas.
Señor, necesito ayuda para volver a casa.
Marcos le miró y cuando el otro le miró a él repelió la mirada.
Señor –ahora se dirigía a mi- necesito veinte euros para llegar a Valencia. Acabo de salir de la cárcel y no tengo dinero y lo necesito para volver a casa. Hoy he salido de la cárcel ¡Míreme, por Dios, míreme!
Marcos le miró otra vez y destensó los músculos de la cara.
¿Ha preguntado en el primer piso?
El hombre se puso más rojo todavía y rompió a llorar como una criatura del infierno, como un hijo de Satanás soltando espuma por la boca.
Vengo de allí, señor. He pasado delante suya, me ha visto, he pasado delante suya. No me han querido ayudar, se lo juro por Dios, y me han echado y no me han querido ayudar. Sólo quiero volver a casa con mis padres, a Valencia. Soy valenciano.
Dejó caer las bolsas al suelo y buscó la cartera hasta encontrar el carné de identidad que parecía un pez colorado, vivo y resbaladizo. Me lo enseñó. Efectivamente ponía Valencia y el de la foto se parecía a lo que alguna vez pudo haber sido aquel diablo. Dí la vuelta al D.N.I: Manuel y Ramona. Volví a mirar a Pepe –ahora tenía nombre, Pepe- con su línea-boca apretada y espuma en las comisuras de los labios que lloraba, pensé, como Cristo en el huerto de los olivos. Llora como una criatura del cielo, como un hijo de Dios soltando espuma por la boca.
Le dije lo único que se me ocurrió, que soy valenciano, que mi padre es de Altura. Un brillo fugaz cruzó su mirada, sus ojos eran alfileres al rojo vivo. Se derrumbó como un niño caprichoso y le ofrecí un cigarro que aceptó. Le doy un cigarro y un euro. Es lo único que tengo, mentí.
(J., 2005. La Imagen es de aquí)
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