Bea quiere saber
A Bea la veo un par de veces al año. A Gonzalo poco más, aunque hablamos con frecuencia. Viven en Madrid. Cuando nos despedimos, ráfagas fuertes de lluvia y viento sacuden las ramas de los árboles de la cuesta de Labrit, prometo visitarles; no me creen, no tienes palabra, sentencia Bea. Gonzalo, en cambio, inclina la cabeza con sorna, como paladeando una de mis muletillas para sofocar los silencios incómodos: voy a dejar de fumar.
La primera vez que les vi, fue juntos -cuando se presentaron a delegados en primero de carrera, con una cita de Isabel Allende y un discurso anárquico. Gonzalo llevaba una trenza y un gorro hindú- pero los conocí por separado. Han pasado doce años desde entonces.
El viernes quedamos para cenar. A Bea le exaspera lidiar con dos mamarrachos incapaces de decidirse ni siquiera por un sitio donde sentarse en su propia ciudad. Nunca reservamos, así que nos arrastramos de bar en restaurante como la Sagrada Familia. Al final, Bea toma la iniciativa muy a su pesar, hace ocho años que dejé Pamplona, tíos.
No conozco a nadie parecido a Bea, última superviviente de una raza excepcional de periodistas. La dulzura en la comisura de los labios, el candor de los ojos; la voz. Quiere saber.
Cuando salimos del restaurante, nos asomamos al ayuntamiento y Bea dice que oye flamenco. Gonzalo y yo le respondemos que tal vez esté cansada. En realidad pensamos que ha enloquecido de repente. Pero ella sigue su instinto y cruzamos detrás de ella la plaza de Los Burgos y, en frente del mercado viejo, un grupo de universitarios andaluces se va por bulerías. Qué bien canta, escucha. Asentimos cabizbajos.
Subimos la calle Curia hacia la catedral, la plaza de San José y Caballo Blanco. Seguimos caminando hacia el Archivo Real de Navarra. A Gonzalo le gusta, a Bea le parece una cagonada y no le presta mayor atención y sí, en cambio, a la inhóspita Iglesia de San Fermín de Aldapa. Bea mira, se acerca, se detiene ante el cartel. Lee. Cuando ha digerido la información nos la cuenta como si fuese una historia. Ahora sabemos también nosotros.
Después de un rodeo, llegamos a Navarrería y, tras otro momento de indecisión, entramos en el antiguo Alemán a tomar una cerveza. Bea no puede evitar echar un vistazo al ejemplar de Diario de Navarra. Analiza algunos titulares. No deja títere con cabeza y luego nos explica cuales y por qué son los mejores periódicos del mundo.
Recorremos Dormitalería, en dirección a Labrit. Bea me hace preguntas sin tapujos. No se le puede mentir. No se le puede responder cualquier cosa. Si lo intentas, además de verte reflejado en sus ojos, se enfadará.
Siguen las preguntas en la puerta del Cavas. Me siento bien con Gonzalo y Bea. Me conocen y, a pesar de eso, me quieren. Y yo a ellos, claro. Cuando nos despedimos, ráfagas fuertes de lluvia y viento sacuden las ramas de los árboles de la cuesta de Labrit, prometo visitarles; no me creen, no tienes palabra, sentencia Bea. Gonzalo, en cambio, inclina la cabeza con sorna, como paladeando una de mis muletillas para sofocar los silencios incómodos: voy a dejar de fumar.
(La fotografía es de Gonzalo)
6 Comments:
Bea sabe. Es que no tienes palabra...
Serás. Serás... mala...
Envidia de paseo.
Me conocen y a pesar de ello me quieren...
Abrazo sin humo
La clave está en "inhóspita", "cabizbajos" y "cagonada".
Me ha gustado mucho jotín, en serio. Estás perfeccionando mucho la técnica y cada vez escribes mejor.
muy majicos Bea y Gonzalo. Y tu también.
bettyboop
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