Joaquinito

El primer disco de Joaquín Sabina que entró en casa lo compró mamá. Mamá no tiene tiempo para escuchar música; ni ganas. No se lo permite su carácter, enérgico y galaico. Siempre tiene que estar haciendo algo que -generalmente- requiere toda su atención. Pero una mañana llegó a Mutilva con 19 días y 500 noches. "A mi Sabina me gusta". No lo ha escuchado nunca, a no ser de fondo, cuando alguno de nosotros lo ponía en el cuarto de estar. Fue mamá quien lo trajo, y Mónica y yo quienes nos volvimos "Sabinistas".

Y después de ocho años, tengo la discografía completa, un libro de sonetos, labiografía y un tomo con todas sus letras.

Bien.

Siguiendo el ejemplo de Peter, el libro de sonetos (Ciento volando de catorce) y la biografía (Perdón por la tristeza), deberían ser devorados por los peces radioactivos de la Ría de Bilbao. Así como Esta boca es mía, recopilación de ripios grimosos publicados en Interviú -que ya no compré-; También En carne viva, la segunda parte de Perdón por la tristeza -supongo- y el último disco, Alivio de Luto -que jamás debería haber salido al mercado-.

Sabina me produce una sensación ambigua en el estómago. Desde hace un tiempo representa el papel de macarra desfasado, plagiando al que fuera en los ochenta; juega a ser el Dylan castizo con rimas patéticas; vende sus principios -si es que alguna vez los tuvo- y perpetra ripios satíricos hasta el punto de creerse escritor.


Las entrevistas, que son siempre la misma, van a parte.


Sin embargo, quedan sus canciones -muchísimas- y algo en él, quizá sus propias contradicciones, cierta vulnerabilidad, ese aire de estúpida importancia, que lo hacen perdonable, incluso querible. Algo que permite olvidar cualquier sandez que pueda hacer o decir. Algo que impide que hoy reniegue de él.