Queria ser como Camacho
Lo mejor de la semana llegaba el sábado por la tarde: el partido del Iruña. No me perdía uno sólo. Jugaba mi hermano y jugaba muy bien.
La visión de Miguel en el campo era más amplia que mi lista de suspensos. Los sinsabores acumulados en cinco días quedaban borrados por sus pases medidos a la bota de Fermín. Tenía coraje, el que me faltaba a mi para hablar con una chica. Y carácter para remontar un partido, mientras yo me hundía en los apuntes de inglés. Papá le llamaba "razicas".
Miguel, para mi, era un factor de compensación.
Antes de cada partido perseguía a Miguel con la libreta y un rotulador rojo.
Miguel. Miguel, venga, Miguel. Yo sé.
Se escondía.
Miguel.
Tarde o temprano tenía que salir. Esperaba enarcando la ceja. Y salía.
Miguel, ven. Yo te digo.
Venía a regañadientes
Nos sentábamos en el parqué de mi habitación. Abría el cuaderno. Dibujaba el terreno de juego en el cuaderno cuadriculado.
Tienes que hacer así. Dibujaba círculos y equis y una culebra que marcaba el recorrido de mi hermano, desde su área hasta el centro del campo. Debes disparar desde ahí, como Hagi, después de haber regateado a todos. No pases a nadie.
Miguel me miraba apesadumbrado:
Sí.
Eso es lo que tienes que hacer.
Nunca me hizo caso. Por suerte.
1 Comments:
Qué tiempos... cuánto tiempo.
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