Porque todo lo que toco se rompe

Gonzalo consiguió invitaciones para el concierto de Andrés Calamaro en el Teatro Gayarre. Unos meses antes me había pasado un cassete con Honestidad Brutal, que contenía La flaca, la canción de su vida. Y aunque Gonzalo es ahora un snob y un moderno de gustos refinados, no puede cambiar el pasado, ni desdeñar la influencia que alguien o algo ha tenido en él. Entonces, Andrés Calamaro era su ídolo.

La cosa empezó mal: antes del argentino, tuvimos que aguantar al sinsorgo Leo Bassi, cuya actuación decidimos borrar de la memoria en cuanto lo engulló uno de los laterales del escenario. Recuerdo la desesperación de Gonzalo, qué señor más pesado.

Después del descanso, por fin apareció Calamaro, o alguien que se parecía a Calamaro. Apenas lograba tenerse en pie. Sólo recuerdo una estampa más lamentable, la de otro músico que aseguraba que cuando bajaba del escenario se convertía en alguien vulgar. Al girarme hacia Gonzalo, vi que arañaba los brazos de la butaca y apretaba los dientes con ojos de cuenco: ... se va a caer, se va a caer. Y sí, Andrés Calamaro se bamboleaba asomando medio cuerpo por encima del órgano. Entre canción y canción, apenas conseguía vocalizar y su mirada de vidrio apuntaba a un lugar donde no había nada. Dejé de fijarme en el concierto, me había quedado hipnotizado observando a Gonzalo, que continuaba arañando el terciopelo rojo de la butaca: No te caigas, por favor no... no te caigas...