De los veintinueve
Cuenta mamá que el día de mi primer cumpleaños apagué la vela de la tarta con la mano. En realidad, confieso con bastante pesar, no ha dicho apagué sino intenté apagar. Lo cierto es que, conociéndome, imagino el conato: la quemazón y la llamita superviviente y el pastel salpicado de cera. Si no ardieron la manga y el mantel, fue porque yo era joven y no fumaba ni bebía y tenía reflejos. Desde entonces, la relación que he tenido con mi cumpleaños siempre ha sido un poco rara, pero obviaré algunos detalles que quizá sea más lógico contarlos boca arriba en un diván.
Cumplir años desconcierta, pero no tanto como las situaciones que genera. Quizá alguien debería escribir un breve manual de conducta para el agasajado. En todo caso, sé que la peor actitud es la del cenizo compulsivo -que alguna vez también he adoptado con cierta desenvoltura-. Además, a los treinta, uno tiene que haberse acostumbrado ya a estas cosas que, al fin y al cabo, nos pasan a todos.
Hoy, de los veintinueve, recuerdo uno con especial afecto:
Ahora me viene la primera vez que hablé con él, que no fue un 21 de octubre, sino 1 de diciembre.
Íbamos caminando hacia el estudio de pintura, después de clase de Antropología; serían las doce de mediodía y el cielo se deshacía gris. "Tengo que recoger algo, ¿te apetece venir?", me propuso.
A la altura del Vienés, le dije: "hoy es mi cumpleaños". Entonces puso la voz seria, como atragantándose: "¿Pero cómo no has dicho nada? Te hubieramos organizado algo". Agaché la cabeza un poco. Gonzalo cambió el tono: "También es el cumpleaños de Woody Allen". De alguna manera me hizo sentir importante, o alguien especial: "¿Cómo sabes eso?". Dejó un breve silencio: "Porque cumple el mismo día que mi madre".
Ya no sé si entramos en el estudio o no. Pero sí qué fuimos a recoger: Un cuadro en el que una flor se diluía en el inmenso fondo blanco.
Para ella.
Aquel extraño cumpleaños que me regaló un amigo.
(El cuadro es de José María Sicilia)