Notas de un tramposo 5
La última*, la 15 -o sea, 14-, que transcribo de Notas de un tramposo es un breve relato, o el comienzo de una historia más larga, que no recordaba en absoluto. Mejor.
*Algunas de las notas anteriores las había publicado ya en el canódromo, sin indicar su procedencia: el cuaderno de tapas negras (en realidad, un impersonal documento Word).
14
Estábamos sentados frente a frente y, sobre la mesa, formando un triángulo imaginario, tres botellas ya vacías de Beaujolais Nouveau. La luz tibia del quinque le cincelaba el rostro con golpes de claroscuro, como a un personaje de Rembrandt. Sus ojos de pez de vidrio permanecían fijos en un punto de fuga inexistente; aquellas manos que le habían dado la gloria, ahora encendían temblorosas un cigarro con otro. Su aspecto era el de un náufrago que ha perdido toda esperanza de ser rescatado. No nos habíamos visto en veinticinco años, desde el día en que desapareció con Daniela.
Ahora vivía solo, en una antigua nave industria, que también es mi estudio, a las afueras de Berlín, me explicó.
Tenía la frente despejada y las sienes cenicientas; las arrugas que surcaban su rostro demacrado parecían marcadas por el filo esquizofrénico de una navaja. Había triunfado en sus sueños de juventud: cincuenta y siete exposiciones (Madrid, Barcelona, Viena, Londres, Berlín, Moscú, Estambul, Lisboa, Milán, París, Ciudad del Cabo, Sydney, Nueva York…). Un garabato suyo, cualquier mierda que firmase, valía millones; se había burlado de las carencias y oscuros complejos que, todavía, seguían atormentándolo. Pero el éxito acabó por atraparle y no supo ni quiso escapar. Y ese fue el precio: la locura.
Los recuerdos de juventud le rondaban desaprensivos, tantos lugares convertidos en espacios fantasmales. Y había recorrido todos aquella misma tarde. Se encadenan vertiginosamente, como fotogramas malditos, dijo. Los que fueron en tiempo reales, ahora tan sólo eran imágenes sentidas o espacios vacíos. Así pagaba su pasado.
-Deja... quiero beber a sorbos aquella noche. Otra botella… ¡Camarero, joder he pedido otra puta botella! –masculló, entre dientes, agrietando la voz y mesándose los cabellos con aquellas manos de gigante herido y venas bordadas.
Sacó del bolsillo de la chaqueta una estilográfica y, en una servilleta de papel, escribió de memoria, con un automatismo aterrador:
Las cenizas de mi corazón todavía laten en sus manos y su voz queda habita en mi alma. Sus pasos se ahogan y quedan sus huellas.
-Puedes ponerlo al principio, si quieres… -Me escrutó impávido, desde el infierno. Luego me tendió el cuaderno. Se levantó, apenas dio unos pasos y cayó desplomado.
Así acabó todo aquel imperio soñado: yerto en el suelo de un bar, mezclado el sudor con restos de licores amargos y pisadas anónimas. Cada noche, desde entonces, acudiría a mi memoria aquella, su última mirada desde el destierro y el gesto del desamparo acompañado de un hilo roto de voz: Me gustaría... sabes... sólo un poco de leche caliente.