Silvia es Silvia desde la primera clase teórica de Escultura. Nos sentamos juntos por casualidad. El aula estaba a oscuras y el profesor pasaba diapositivas de cuadros:
- ¿Álguien sabe a quién corresponde esta obra?
Respondí: Turner.
- Muy bien, exacto.
Silvia se volvió con su mirada de Silvia; me preguntó algo:
- Empecé periodismo; tengo 24.
Han pasado cinco años. Y, si seguimos siendo amigos, es porque ninguno de los dos entiende al otro. Eso impide cualquier confusión, claro.
Resulta que, este sábado, Silvia tenía boda en Pamplona. Ella es de Santander y llevo invitándola a Sanfermines desde primero de carrera pero por lo que sea, nunca ha podido venir. Por eso, cuando me contó lo de la boda, me alegré muchísimo: "Irás con el tiempo justo, así que no creo que nos veamos. Pero yo lo intentaré".
Silvia es Silvia, así que el viernes no supo explicarme con exactitud dónde era el banquete -dijo algo de Mesón Aralar-, o si habían alquilado un local después.
El sábado cené con Eduardo en El Adoquín y después nos pasamos por la Peña a buscar a Pablo y Ester, que ya se habían ido. Pero quedaban algunos amigos de su cuadrilla y nos fuimos con ellos de bares. Durante la noche, llamé varias veces a Silvia, pero no cogió el teléfono. A las dos y media, me acerqué al Mesón Aralar y toqué el timbre: por supuesto, allí no había nadie.
Cuando cerraron los bares y ya me volvía para casa, miré el móvil: tenía una llamada perdida de un teléfono desconocido. Marqué el número:
- ¿Silvia?
- No, soy su tía Olga. Silvia se ha dejado el móvil en el hotel.
- ¿Y está Silvia por ahí?
- No. Yo llevo un rato en la cama. Ella se ha quedado de fiesta.
- ¿Y sabes hacia dónde ha ido?
- Ni idea.
Me puse las gafas y tiré de la intuición hacia la cuesta de Labrit. Encontrarla era poco menos que un milagro absurdo, una probabilidad descabellada. Pero allí la vi, haciendo cola en el Katos: inconfundible, única. Y fuí corriendo hacia ella dando grititos, como si no hubiesen pasado menos de venticuatro horas desde que nos habíamos tomado un café en la facultad.
Silvia me presentó a su hermano y también a un montón de primos. Nos reímos bastante. Pero el Katos estaba lleno y Silvia muy cansada:
- Javi, ¿me puedes acompañar al Hotel Europa?
- Claro, además está aquí mismo.
La llevé hasta en frente de la Diputación. Sólo se veía la noche cerrada, el vallado de las obras y la luz difusa de las farolas:
- Mira, Silvia, esta avenida es Carlos III. La Gran Vía de Pamplona. Es mi calle favorita. Preciosa, ¿verdad?
- Jajajaja. Preciosa, Javi.
- ¿Te apetece fumar un cigarro en la plaza del castillo?
- Vale.
Nos sentamos en un banco. La plaza había quedado desierta, parecía que uno pudiese cogerla y metérsela en el bolsillo.
- Seguro que vienes por aquí tú solo a pasear todos los días-. Bromeó.
Terminamos el cigarro y le acompañé al hotel. Llamó al timbre. Una mujer extraña bajó las escaleras y abrió la puerta de cristal.
- Buenas noches, Silvia. Nos vemos el lunes.
- Eso, y ya comentamos. Buenas noches, Javier.
Y me fui de allí.